Punk para peluqueros
Daniel Cardona
Me dicen Leopardo, es una variación poco original de mi verdadero nombre, no tiene nada que ver con instintos felinos y tal vez por eso es que estoy parado frente a la colección de cassettes TDK que descansa sobre la repisa de repisa de mi cuarto. Estos casetes son como mi corazón, están regrabados una y otra vez, y ya es difícil comprender eso que suena dentro de ellos. Un amor de verano me tiene vuelto mierda, y aunque se supone que cuando tienes 21 años puedes destrozar cualquier cosa que se meta en tu camino usualmente sucede lo contrario, hasta el golpe más insignificante lo sientes como un batazo en la cabeza. Tomo uno de los cassettes que considero propicio para el momento, una lista de canciones de desengaño en la que se encuentran entre otras, Ingrata de Café Tacuba y la versión alternativa de I will survive de Cake. La introduzco en mi walkman y me pongo mis audífonos. Me detengo en el autorretrato estilo caricatura que dibujé hace unos meses. En el dibujo mis oídos están conectados un tubo fluorescente a través del cual la música pasa directamente desde los auriculares hasta mi alma vacía para llenarla con las canciones de mis grupos favoritos. Hoy pretendo hacer lo mismo, llenar ese vacío que me quema con música para planchar.
Afuera hace calor pero estoy helado. Me pongo una chaqueta de jeans cosida con logos de bandas inglesas cuyas letras pueden significar para mí mucho más que todas las obras de Baudelaire juntas. A ella le gustaba el poeta francés y por eso lo odio. Odio todo lo que ella amaba, con todo mi corazón, a veces de hecho a mí mismo. Paso frente a su casa y escribo sobre la fachada una frase insultante con un pedazo de carbón. Su hermano tiene brazos de toro y querrá matarme cuando la lea pero ahora incluso eso me gustaría. No es masoquismo pero una paliza parece ser lo único que pueda sacarme de este estado. No firmo la frase aunque mi letra es inconfundible. Lanzo el pedazo de carbón hacia cualquier parte y tomo la Avenida San Juan en dirección al centro de la ciudad. A medida que me acerco va desfilando todo un circo de adictos, putas y mendigos. Un tipo sucio y con pocos dientes se torna cada vez más agresivo al escuchar repetidas veces que no tengo dinero. Se para frente a mí y me dice algo que no logro entender a causa del mareo que me provoca el olor de su boca. Lo empujo con esa rabia que te implantan las decepciones amorosas y estrella su cabeza contra un poste de energía. No se levanta y sigo mi camino. Una puta me hace señas desde las escalas de la entrada de un motelucho. Sus piernas peludas y el exceso de maquillaje me repugnan pero lo que en realidad me asquea es otra cosa. La ignoro y me responde con un escupitajo que no alcanza a llegar al vestíbulo del antro en el que se gana la vida, si se le puede llamar vida a revolcarse día y noche con camioneros sudorosos.
Dos motocicletas se atraviesan frente a un campero en un semáforo en rojo. El conductor les entrega las llaves pero eso no impide que le disparen en una pierna. El hombre pide ayuda pero nadie llama a la policía. El espectáculo es triste, yo tampoco hago nada, mi pequeña tragedia es más importante que un tipo desangrándose ante los ojos de los habitantes de Ciudad Comedia.
Continuo con mi paseo inmoral, dejo atrás la inmundicia para sumergirme en una zona aún más podrida. Una rata sale de una alcantarilla y el vendedor de chuzos observa con atención como dos niños la persiguen con pesadas piedras en sus manos.